Cuando mi primera hija llegó al mundo, jamás imaginé que amamantar sería tan desafiante. En aquella habitación de hospital, lejos de casa y de todo lo familiar, me sentía perdida mientras mi bebé lloraba de hambre. Los días en el hospital se alargaron como una pesadilla. Sophia perdía peso, y con cada gramo que bajaba, mi confianza se desmoronaba un poco más.
Recuerdo esas noches interminables, intentando que mi bebé se prendiera al pecho, llamando a las enfermeras una y otra vez. Cada intento fallido era un golpe a mi corazón de madre primeriza; la fórmula se convirtió en nuestra salvación, pero cada biberón me recordaba lo que sentía como mi fracaso, no por el hecho de darle fórmula, si no porque no podía realizar eso que se supone que es tan natural, porque al final la culpa como madres la cargamos sea como sea. Nadie me había preparado para esto: un torbellino de amor incondicional mezclado con una profunda sensación de impotencia.
Volver a casa no trajo el alivio que esperaba. Me preguntaba constantemente: "¿Por qué no puedo hacer algo que se supone es natural?". Las lágrimas se mezclaban con la leche que no fluía, en un silencioso testimonio de mi frustración y amor.
Pero en medio de la oscuridad, encontré una luz: grupos de Facebook moderados por asesoras de lactancia (por mas divertido que parezca), se convirtieron en mi apoyo incondicional. Con su guía y mi determinación, poco a poco, la lactancia comenzó a funcionar. Cada pequeño progreso era una victoria que celebraba en silencio.
Esta experiencia me transformó. De madre insegura, pasé a ser un recurso para otras mamás, en donde yo, luego de esa experiencia me convertí en asesora de lactancia, lograba ayudar a otras mamás con sus desafíos, la sensación de satisfacción y orgullo era inmenso. Cada mensaje de agradecimiento de una mamá que logró amamantar gracias a mis consejos sanaba un poco aquellas heridas iniciales. Me di cuenta de que mi lucha no había sido en vano: se había convertido en mi propósito.
Cuando mi segundo retoño llegó a nuestras vidas, la historia fue diferente. La lactancia fluyó naturalmente, reflejando la confianza que había ganado. Ya no era la misma mujer insegura; era una madre empoderada, segura de su cuerpo y de su capacidad para nutrir.
Este viaje de maternidad y lactancia en tierras lejanas me enseñó que somos más fuertes de lo que creemos. Que el amor de madre puede superar fronteras y obstáculos. Y que, a veces, nuestras luchas más duras se convierten en nuestros mayores triunfos y en la forma de tender una mano a otras que atraviesan el mismo camino.
Ser madre en el extranjero es como navegar en aguas desconocidas. Cada desafío, cada noche sin dormir, cada pequeña victoria, nos revela una fuerza interior que no sabíamos que teníamos. A todas las mamás que están lejos de casa, luchando en silencio, les quiero decir que no están solas. Nuestra fuerza crece con cada historia compartida, con cada logro, por pequeño que sea.
Me encantaría leerte y saber tu historia, ¿Cómo va tu maternidad en el extranjero?
Besos y abrazos virtuales,
Violeta Reyna
Instagram: @lactanciaconvioleta
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